La maldición del hereje
Tenía mis manos y mi espada manchadas de sangre de los sabios, aturdida por la atrocidad que acababa de cometer vi la cara de espanto de Leona, que miró incrédula toda la escena que acababa de pasar, llorando se acercó a los ancianos y cogió a uno entre sus brazos, estaba suspirando su último aliento.
-¡¡Asesina!! - me gritó con furia
Retrocedí confusa y respirando agitadamente.
- No me dieron opción - me defendí - iban a matarme, yo... no quería que esto pasara... yo... - pero entonces oí los gritos de los guardias que venían desde todas las partes de la ciudad a por ella
Salí del santuario corriendo y crucé las calles entre lágrimas, tenía que huir al bosque, volver al templo y buscar a aquel hombre, buscar a mi gente, a los Lunari.
Me interné en el frondoso bosque de nuevo, ahora a plena luz del día era más fácil orientarse y esquivar los obstáculos, escalé unas rocas para tener una vista panorámica del lugar. Vi como el bosque rodeaba toda la montaña y cuanto más alzaba la vista más blanca se veía la cumbre por el manto de nieve y hielo que la cubría, la arboleda también revestía los montes cercanos y más abajo se hallaba la ciudad de los Solari y un pequeño lago, las personas apenas eran puntitos distinguibles desde aquella distancia. Más allá de la ciudad solo había yermo, un páramo rocoso, áspero y árido que se extendía más allá de donde alcanzaba la vista.
Me quedé allí sentada a la sombra de una roca durante largos minutos, reflexionando sobre lo que había hecho y que camino tomar a partir de ahora. Miré mis manos, me temblaban levemente, retiré la sangre seca que aun tenían. Cerré los ojos y dejé caer unas lágrimas, pensando en lo que iba a dejar atrás y en Leona, a quien seguramente no podría volver a ver.